viernes, 14 de abril de 2017

Lo viejo y lo nuevo, dos caras tenebrosas de una misma moneda.



Pertenecer a una estirpe que se pierde, de los que ya no queda casi nadie excepto nosotros. Ser los guardianes de antiguas tradiciones y querer conservar esa sabiduría que con seguridad, se perderá con nuestra caída. Esa imagen idílica nos hace poseedores de la verdad, la antigua y única verdad que ha pasado de generación en generación.

Ser parte de la vanguardia avalada por métodos científicos, liberados por fin de doctrinas obsoletas, La verdad desnuda aparece ante nuestros ojos cuando, despojados de prejuicios y limitaciones, podemos investigar y experimentar, sacar conclusiones y poseer la verdad desvelada por la razón. La única verdad.

Estas dos verdades enfrentadas, parecen polarizarse y convertir a gente corriente, en irreconciliables enemigos, sobre todo cuando se trata de Artes Marciales. Para los primeros, modificar cualquier movimiento o concepto es perder la pureza del linaje, avocados irremisiblemente a la degradación y la ineficacia de dicha sabiduría por culpa de la acción del tiempo, la desmemoria o, del secretismo de las técnicas más refinadas, solo aptas para aquel que es merecedor tras décadas de servidumbre y que muchos maestros se han llevado a la tumba sin trasmitirlas, por recelo hacia sus alumnos o por esperar demasiado.

Los segundos, quizás imbuidos de la arrogancia que proporciona la juventud y el ansia del éxito fugaz que proporciona la inmediatez, pasan por alto el hecho de que en la simplicidad y la eficacia que proporcionan las técnicas ejecutadas sin freno por alguien joven y vigoroso, queda después un camino plagado de lesiones y dolores. Gloriosas contiendas que, dejan tras de sí innumerables victimas, héroes y porque no decirlo, mártires.

Ambos mundos, como dos dimensiones paralelas que jamás se tocan pero que ocupan el mismo espacio, pertenecen al mágico entorno donde se forjan nuestras leyendas, el Tatami.

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