Pertenecer a una estirpe que se pierde, de los que ya no
queda casi nadie excepto nosotros. Ser los guardianes de antiguas tradiciones y
querer conservar esa sabiduría que con seguridad, se perderá con nuestra caída.
Esa imagen idílica nos hace poseedores de la verdad, la antigua y única verdad
que ha pasado de generación en generación.
Ser parte de la vanguardia avalada por métodos científicos,
liberados por fin de doctrinas obsoletas, La verdad desnuda aparece ante
nuestros ojos cuando, despojados de prejuicios y limitaciones, podemos investigar y
experimentar, sacar conclusiones y poseer la verdad desvelada por la razón. La única
verdad.
Estas dos verdades enfrentadas, parecen polarizarse y
convertir a gente corriente, en irreconciliables enemigos, sobre todo cuando se trata de Artes
Marciales. Para los primeros, modificar cualquier movimiento o concepto es
perder la pureza del linaje, avocados irremisiblemente a la degradación y la ineficacia de
dicha sabiduría por culpa de la acción del tiempo, la desmemoria o, del
secretismo de las técnicas más refinadas, solo aptas para aquel que es
merecedor tras décadas de servidumbre y que muchos maestros se han llevado a la
tumba sin trasmitirlas, por recelo hacia sus alumnos o por esperar demasiado.
Los segundos, quizás imbuidos de la arrogancia que
proporciona la juventud y el ansia del éxito fugaz que proporciona la
inmediatez, pasan por alto el hecho de que en la simplicidad y la eficacia que
proporcionan las técnicas ejecutadas sin freno por alguien joven y vigoroso, queda después
un camino plagado de lesiones y dolores. Gloriosas contiendas que, dejan tras
de sí innumerables victimas, héroes y porque no decirlo, mártires.
Ambos mundos, como dos dimensiones paralelas que jamás se
tocan pero que ocupan el mismo espacio, pertenecen al mágico entorno donde se
forjan nuestras leyendas, el Tatami.
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